Entre todas las figuras surgidas del imaginario religioso, mitológico y cultural, ninguna ha ejercido una influencia tan persistente, multiforme y fascinante como la del diablo. Presente bajo innumerables nombres y rostros — Satanás, Lucifer, el Maligno, el Adversario, el Tentador — recorre la historia de la humanidad como un símbolo cambiante, revelador de las angustias, creencias y sistemas de valores de las sociedades que lo han representado. El diablo nunca es una figura fija: se transforma según las épocas, adopta los rasgos del extranjero, del hereje, del monstruo o del rebelde, se manifiesta tanto en relatos sagrados como en obras artísticas y acaba incluso convirtiéndose en un icono cultural contemporáneo en el que se mezclan provocación, fascinación estética e ironía.
Comprender las representaciones del diablo significa, por tanto, analizar la manera en que las civilizaciones han conceptualizado el mal, la desobediencia, el miedo y el caos. Significa también descubrir cómo una misma figura puede oscilar entre la abstracción metafísica y la encarnación muy concreta, entre el terror sagrado y la caricatura popular. Este artículo propone una exploración en profundidad de las grandes etapas que han configurado la imagen del diablo, desde los mitos antiguos hasta las interpretaciones modernas, pasando por el pensamiento medieval, el Renacimiento y las literaturas románticas.
En esta primera parte nos interesaremos por los orígenes antiguos y bíblicos de la figura del diablo, por su evolución en el judaísmo y el cristianismo primitivo, así como por las primeras grandes representaciones iconográficas de la Edad Media. La segunda parte prolongará este examen hasta la época contemporánea, analizando el impacto del arte, la literatura, los procesos de brujería, las revoluciones intelectuales y los medios de comunicación modernos.
En los orígenes: las figuras del mal en la Antigüedad
El mal como caos, no como persona
Antes de la aparición de un diablo personificado, muchas civilizaciones concebían el mal como una fuerza impersonal: la sequía, la enfermedad, la guerra o las catástrofes. Entre los mesopotámicos, por ejemplo, los demonios — utukku, alû, lilû — eran espíritus dañinos, pero no una figura central comparable al Satanás posterior. En el antiguo Egipto, el adversario por excelencia era Seth, dios del desorden y de la violencia, pero sus atributos siguen siendo ambivalentes: protege al sol contra las serpientes infernales y, al mismo tiempo, encarna la destrucción.
Así pues, el diablo en el sentido occidental — una entidad personal, radicalmente hostil a lo divino — todavía no existía. El mal era un fenómeno cósmico, a veces encarnado por una multitud de espíritus, nunca por un único enemigo de Dios.
El dualismo iranio y la influencia de Zoroastro
Es en el mazdeísmo, religión de la antigua Persia, donde surge una concepción verdaderamente dualista. El profeta Zoroastro (o Zaratustra), probablemente en el primer milenio antes de nuestra era, presenta el universo como el escenario de una lucha entre dos principios:
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Ahura Mazda, el dios de la luz y de la verdad
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Angra Mainyu (Ahriman), el espíritu maligno, destructor y mentiroso

Estatua de Ahriman procedente de un templo mitraico
Siglo I a. C. – siglo III d. C.
Esta oposición estructurada, moral y escatológica influirá profundamente en las tradiciones judía y cristiana en el momento en que los hebreos viven el exilio en Babilonia y reciben las influencias religiosas de la región. Ahriman es uno de los primeros modelos históricos de lo que se convertirá en la figura del diablo: un adversario cósmico dotado de voluntad propia que busca corromper la creación.
Los mitos griegos: titanes, quimeras y personificación de las pasiones
La mitología griega no propone un «diablo» único, pero presenta varias figuras que anticipan ciertos rasgos del demonio cristiano:
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Tifón, un gigante monstruoso en guerra contra Zeus,

Representación de la divinidad griega Tifón (o Tifeo). Grabado de «Mythologiae sive explicationes fabularum» de Natalis Comes. 1637
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Hades, señor del reino de los muertos (aunque no maléfico),

Hades y Cerbero
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Pan, cuya apariencia caprina inspirará iconográficamente al diablo de la Edad Media.

Pan
El mal moral, por su parte, se personificaba mediante alegorías como la Discordia (Eris), el Engaño (Apate) o el Odio (Eris). Esta concepción múltiple y matizada se aleja todavía de la idea de un enemigo absoluto, pero contribuye a la evolución plástica y simbólica de la figura diabólica.
Vemos así dibujarse uno de los grandes rasgos de las representaciones futuras: el diablo toma prestados de los monstruos y dioses de los panteones paganos sus atributos visuales para convertirse en un temible sincretismo.
El diablo en la Biblia hebrea: de acusador celestial a adversario
Un ser aún al servicio de Dios
En el Antiguo Testamento, el término «Satán» no es todavía un nombre propio, sino un título: ha-satân, «el adversario», «el acusador». No se trata de un ser rebelde que lucha contra Dios, sino de un miembro del cortejo divino, comparable a un fiscal encargado de poner a prueba la fidelidad de los seres humanos.
En el Libro de Job, por ejemplo, Satán aparece en medio de los «hijos de Dios». Pone a prueba a Job con la autorización explícita de Dios: es un instrumento de prueba, no un enemigo cósmico. Del mismo modo, en el Libro de los Números, un satân se coloca en el camino de Balaam para bloquear su paso: actúa como mensajero divino.
Así, en la tradición judía preexílica, Satán no es el señor del mal. Todavía no existe una concepción dualista. El mal proviene a menudo de la desobediencia humana o del castigo divino, no de un demonio autónomo.

Cabeza de diablo en madera tallada en Relics.es
La evolución después del exilio: influencias persas y apocalípticas
Tras el exilio babilónico, los textos apocalípticos judíos (como el Libro de Henoc o los escritos de Qumrán) dan testimonio de una transformación mayor: la figura de Satán se separa de la corte celestial, se convierte en jefe de ángeles caídos y se opone directamente a Dios.
Una etapa esencial es la leyenda de la caída de los ángeles, inspirada en el enigmático pasaje del Génesis («los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas») y amplificada en los mitos intertestamentarios. Los ángeles rebeldes quedan entonces asociados con:
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la corrupción de la humanidad
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la enseñanza de prácticas ocultas
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el establecimiento de un reino nocturno opuesto a Dios
Es en este contexto donde se construye una figura diabólica que ya no existe como función celestial, sino como adversario metafísico.
El diablo en el Nuevo Testamento: entre tentación y Apocalipsis
Con la aparición del cristianismo, la figura del diablo adquiere una nueva densidad. En los textos evangélicos, Satán deja de ser una simple función — como el acusador celestial del Libro de Job — para convertirse en un actor principal del drama espiritual. Los Evangelios le confieren un papel directo en la historia de la salvación, en particular en la vida de Jesús. Lo identifican como aquel que intenta desviar al Mesías de su misión, el que manipula, engaña, miente, posee y siembra la duda en el corazón de la humanidad. Esta evolución marca la ruptura con la tradición judía, donde las fuerzas del mal seguían a menudo dispersas o ambiguas, y el cristianismo naciente, que consolida esos elementos en una figura coherente y temible.

Biblia de Royaumont, Nuevo Testamento: el Ángel encadena al Dragón del Apocalipsis, figura del Diablo, y cierra la llave del abismo. Ilustración de 1811.
El Tentador y el Padre de la mentira
La escena de la Tentación en el desierto constituye uno de los momentos fundadores de esta nueva concepción. Después de su bautismo, Jesús se retira al desierto, lugar simbólico de despojo, soledad y prueba, y es allí donde Satán viene a enfrentarse a él. No se presenta como un monstruo ni como una fuerza irracional, sino como un interlocutor calculador, capaz de citar la Escritura, razonar y negociar. Este episodio revela la inteligencia del diablo, su aptitud para explotar las necesidades elementales — el hambre, la sed, la ambición, la fragilidad del cuerpo — y, al mismo tiempo, su incapacidad para comprender la lógica del amor divino. Jesús le responde no con un acto de poder sino con la fidelidad a la Palabra. La derrota del diablo anuncia, desde entonces, que su poder no se basa en la fuerza bruta, sino en la adhesión humana.

El arcángel Miguel y el diablo con el libro de los siete pecados capitales
En otros pasajes del Nuevo Testamento, el mal adquiere una dimensión aún más interior. El Evangelio de Juan, en particular, llama a Satán «Padre de la mentira», fórmula llamativa que vincula al diablo con la raíz misma de la falsificación. No es solamente quien miente: es el origen de la mentira, su primera fuente. Con esta expresión, el texto sitúa al diablo en el corazón de una crisis de la verdad que tiene implicaciones morales, espirituales y metafísicas. La mentira es lo que aparta de la luz, lo que debilita el vínculo entre Dios y el hombre, lo que perturba la percepción de la realidad. Satán se convierte así en el artífice de una distorsión del mundo, un enemigo invisible pero omnipresente, que actúa en los pensamientos, en los discursos, en las ilusiones.

El Diablo intenta seducir a Jesús; detalle de una vidriera, hacia 1170–1180.
Victoria & Albert Museum, Londres.
El Nuevo Testamento le atribuye también un lugar en la dinámica cósmica: se le llama el «príncipe de este mundo», denominación enigmática que sugiere que ejerce una forma de dominación sobre las estructuras humanas. Esta dominación no es absoluta — existe únicamente a causa de la caída — pero es real y peligrosa. Así se comprende por qué, en los Evangelios, los exorcismos de Jesús no son simples curaciones: son victorias, signos tangibles de la reconquista de un mundo herido.
Esta unificación de los papeles del diablo — tentador, seductor, poseedor, mentiroso, jefe de las potencias del mal — constituye un giro doctrinal mayor. Los diferentes motivos dispersos de la literatura judía se funden en una sola figura, identificable y coherente, que se convertirá en la base de la demonología cristiana.
El combate escatológico
Si los Evangelios muestran a Satán actuando en la historia inmediata, el Apocalipsis de Juan lo proyecta en una guerra cósmica que supera el horizonte terrestre. Este texto, saturado de símbolos, ofrece una de las representaciones más poderosas e influyentes del diablo. Aparece sucesivamente como un dragón colosal, como la serpiente antigua del jardín del Edén, como aquel que engaña a las naciones enteras. Esta pluralidad de figuras no es contradictoria: asocia la astucia de la serpiente con la violencia del dragón, la memoria del primer pecado con la espera del combate final.

La caída de los ángeles rebeldes - Orazio Gentileschi
El Apocalipsis presenta a Satán como jefe de una rebelión celestial. Se enfrenta a Miguel, el arcángel guerrero, en una batalla en la que se juega el destino de la creación. La derrota del diablo provoca su caída del cielo: es precipitado a la tierra, no a un infierno cerrado, sino al mundo de los hombres, donde aún puede actuar durante un tiempo. Esta idea de un diablo «caído pero activo» marcará profundamente los siglos medievales: Satán todavía no está vencido; libra una guerra desesperada contra Dios, aunque sabe que su fin está escrito.
En esta visión escatológica, el destino final del diablo se anuncia con claridad: encadenado durante mil años, será liberado después por un breve lapso, antes de ser arrojado al «lago de fuego». Esta imagen del fuego eterno, de la destrucción definitiva, se convertirá en uno de los pilares del arte medieval. Los tímpanos románicos, los frescos góticos y los manuscritos iluminados retomarán con fervor esta iconografía llameante: dragones aplastados, demonios que aúllan, ángeles armados, mundos en llamas.
El Apocalipsis confiere así al diablo una dimensión verdaderamente teatral. Ya no se contenta con susurrar en la sombra: se convierte en un actor titánico de un drama cósmico, un ser colosal que se alza contra Dios con furia desesperada. El imaginario cristiano queda transformado. Es esta visión del dragón caído, del seductor de las naciones, del gran enemigo escatológico, la que alimentará durante siglos la escultura religiosa, la predicación, la teología e incluso la literatura popular.
Grabado La tentación de san Antonio en Relics.es
Los orígenes iconográficos: nacimiento de una estética del mal
Demonios híbridos procedentes del paganismo
Cuando el arte cristiano empieza a imaginar el rostro del diablo, lo hace bebiendo ampliamente de las formas de la Antigüedad. No existía entonces ninguna tradición propiamente cristiana que permitiera representar una criatura maléfica: los primeros artistas se vuelven, por tanto, hacia las figuras ya asociadas a las fuerzas oscuras, a los instintos y al caos. El panteón pagano ofrecía una galería de siluetas inquietantes, y es a partir de estos modelos que se perfila poco a poco la estética del demonio.

Iglesia Saint-Pierre de Chauvigny
Pan, con sus cuernos y sus patas de cabra, proporciona uno de los primeros reservorios visuales. No porque la teología cristiana establezca un parentesco con Satán, sino porque su apariencia encarna la animalidad bruta, el mundo de los instintos no dominados, la oposición entre la ferocidad y la disciplina espiritual. Los sátiros, voluptuosos, indisciplinados, portadores de una risa orgiástica, contribuyen a la misma construcción. Así, desde los primeros siglos, la imagen del diablo se reviste de cuernos y de pelo, como para señalar una naturaleza degradada, alejada de la dignidad humana.
A ello se añade la influencia de las máscaras trágicas griegas, con sus bocas abiertas, sus dientes exagerados, sus ojos agrandados por la pintura. El rostro del diablo, en el arte naciente, todavía no es una individualidad; es una superficie deformada, una mueca construida para sugerir extrañeza y ruptura. Las alas de murciélago, por su parte, aparecen como el envés de las alas angélicas: expresan una caída, una oscuridad que ya no es la de la noche natural, sino la de un mundo espiritual sin luz. El conjunto de estas opciones iconográficas no pretende explicar la naturaleza teológica del Maligno, sino hacer perceptible de inmediato su deformidad moral por medio de una deformidad visual. La fealdad se convierte en signo externo del alma pervertida.
El arte de las catacumbas y de los primeros manuscritos
A pesar de esta base iconográfica ya rica, las representaciones del diablo siguen siendo extremadamente discretas en las catacumbas. Las primeras comunidades cristianas buscan ante todo celebrar la victoria de la vida, la promesa de la resurrección y la protección divina; evitan dar demasiado espacio al miedo o al sufrimiento. Cuando el mal aparece en estos entornos subterráneos, aún no tiene rasgos definidos: es una sombra, una silueta indistinta, a veces un personaje amenazante cuya identidad no está claramente fijada. En algunas escenas pueden percibirse alusiones al diablo, pero permanecen apenas esbozadas, por falta de un lenguaje iconográfico estabilizado.
No es sino a partir de la época carolingia cuando la imagen de Satanás adquiere una forma más precisa. En los manuscritos iluminados, a menudo ejecutados por monjes miniaturistas, el diablo aparece como una figura oscura escondida en los márgenes: no está en el corazón de la imagen, sino en sus bordes, como una presencia indeseada, un intruso todavía tolerado pero claramente rechazado. Esta colocación periférica es voluntaria. Expresa a la vez la existencia real del mal y su puesta a distancia. El diablo está presente, pero no tiene derecho al centro, como si su simple existencia física debiera señalarse y, al mismo tiempo, relegarse al exterior del mensaje sagrado.
En los manuscritos otónidas y románicos, esta iconografía se perfecciona aún más. El diablo adopta a veces rasgos simiescos: brazos largos, espalda curvada, gruñido sugerido. El mono, en el imaginario medieval, representa aquello que imita al hombre sin alcanzarlo nunca, lo que copia la forma humana despojándola de su dignidad. Convertir al diablo en una especie de caricatura simiesca equivale a afirmar que Satanás es una parodia de criatura: una libertad pervertida, una inteligencia invertida, un ser que imita la grandeza divina pero no engendra más que monstruosidad.
El infierno como teatro visual
A partir del siglo IX, el imaginario cristiano opera un cambio radical. El infierno, que hasta entonces no era más que un concepto o un espacio vagamente evocado, se convierte en un decorado concreto, casi teatral. Esta transformación tiene razones espirituales —hacer sensible a los fieles la realidad de las decisiones morales—, pero también sociales, ya que la imagen se convierte en un lenguaje destinado a poblaciones mayoritariamente analfabetas. A partir de entonces, el diablo ya no es simplemente un personaje secundario: se convierte en un soberano.

Tímpano de la abadía de Sainte-Foy de Conques
En las esculturas de los tímpanos románicos, esta mutación estalla con una fuerza inédita. En Conques, Autun y Moissac, los artistas tallan en la piedra escenas de Juicio Final donde la frontera entre el mundo de los vivos y el de los condenados se vuelve visible como una arquitectura. Cristo entroniza en el centro, pero justo debajo aparece otro trono: el del diablo, una monarquía grotesca opuesta al reino celestial. Sus secuaces maltratan las almas, las tiran, las pesan, las mutilan; trepan sobre los cuerpos, se apoderan de los pecadores como de una presa, mientras que Satanás orquesta este caos con una solemnidad bufonesca.

Tímpano de la abadía de Sainte-Foy de Conques
El infierno esculpido no es un simple lugar de tortura: es una puesta en escena del desorden absoluto. Todo funciona allí como una inversión del orden divino. Este principio de anti-reino permite expresar una visión más amplia: Satanás ya no es sólo el que tienta, dirige un mundo entero edificado sobre la deformación, la crueldad y lo grotesco. Aquí se cristaliza uno de los aspectos más poderosos de la representación medieval del mal: la idea de que el diablo gobierna un universo desarreglado que refleja su propia confusión interior.
Esta iconografía, lejos de ser decorativa, tiene un alcance moral. Busca impresionar la mirada, despertar el temor, recordar que los actos humanos no son indiferentes. La estética del miedo, muy presente en estos tímpanos, responde a una intención pedagógica: hacer sentir que la belleza y la luz no son sólo realidades prometidas, sino opciones, y que su rechazo conduce a un mundo donde la fealdad se convierte en norma.
El nacimiento de este teatro infernal marca un punto de inflexión: por primera vez, el diablo aparece como un personaje verdaderamente soberano en el imaginario cristiano. Reina sobre un reino que, aunque grotesco, posee sus reglas, su lógica, su jerarquía. Esta visión, ya sólida en el arte románico, alimentará toda la iconografía medieval y seguirá siendo, incluso en los siglos siguientes, una de las imágenes más persistentes del Maligno.
El diablo en la Edad Media: entre teología, folclore y miedo colectivo
El diablo teológico: sutil y espiritual
En el pensamiento medieval erudito, el diablo ocupa un lugar esencial pero paradójico. Los grandes autores de la tradición cristiana —Agustín, Gregorio Magno, Tomás de Aquino— coinciden en afirmar que no es un rival de Dios y que su poder depende enteramente de la permisión divina. Sin embargo, esta dependencia no lo hace inofensivo. Al contrario, su fuerza, limitada en apariencia, se vuelve tanto más peligrosa cuanto que se manifiesta de manera indirecta, taimada, casi psicológica.
Para estos teólogos, Satanás no actúa como una potencia brutal desencadenada contra el hombre, sino como un espíritu astuto, un experto en la sugestión. Observa las fisuras, se introduce en las vacilaciones, manipula las representaciones interiores. Su dominio privilegiado no es el cuerpo, sino el alma. La visión de Agustín insiste en la dimensión intelectual del combate espiritual: el diablo engaña dando la ilusión del bien; disfraza los deseos; empuja al hombre no tanto hacia el crimen puro, sino hacia elecciones que se asemejan a la virtud y destruyen a la vez su sustancia. Gregorio Magno, por su parte, describe a un adversario que trabaja por grados, insinuando pequeños pensamientos antes de amplificarlos, como un estratega paciente que conoce mejor que nadie los resortes interiores de la humanidad.

El Salterio de Enrique de Blois es un salterio iluminado realizado en la segunda mitad del siglo XII en Inglaterra.
Tomás de Aquino, muy atento a los mecanismos de la mente, ve en la acción diabólica una especie de sofística perversa: el demonio no constriñe, persuade; no domina, desvía. Actúa como un ilusionista, un seductor, a veces un posesor —no por una invasión brutal, sino por una ocupación del espacio interior—. En este marco, la posesión misma no es nunca un triunfo del mal sobre Dios, sino un estado tolerado para poner a prueba a la humanidad o para revelar los límites del orgullo humano.
Así se construye, a través de siglos de reflexión monástica, una imagen refinada del diablo: ya no un monstruo que ruge, sino un intelecto temible, un espíritu sutil, a la vez cercano e inalcanzable, cuya primera potencia es la del engaño. El mal medieval no es sólo una fuerza exterior: se convierte en un diálogo interior contra un adversario invisible.
El diablo folklórico: burlón, grotesco o lúbrico
Junto a esta figura austera, conceptualizada por los teólogos y discutida en los claustros, el pueblo medieval fabrica un diablo que ya tiene poco que ver con el ángel caído de la teología. En las ferias, las farsas, los juegos escénicos y las representaciones populares, el demonio se convierte en un personaje ruidoso, torpe, a menudo ridículo. Se golpea con los decorados, tropieza con sus propios zuecos, grita más de lo que habla, gesticula sin dignidad. En los misterios religiosos que se representan en las plazas públicas, encarna una presencia grotesca y turbulenta, casi un bufón. Los actores lo interpretan con gusto de manera exagerada, con muecas, coletazos, risas forzadas, a fin de provocar simultáneamente el miedo y la risa.
Esta transformación no es un simple entretenimiento. Revela una manera popular de dominar el miedo: burlarse del diablo es ya triunfar sobre él. La risa hace las veces de exorcismo social. Lejos de las especulaciones eruditas, los hombres y mujeres de la Edad Media conjuran el mal mediante la caricatura, ridiculizando a quien les asusta en los sermones. Así, el diablo se convierte, en el imaginario colectivo, en una criatura lúbrica, necia, siempre víctima de su propia astucia, un engañador que termina engañado.
Esta versión cómica desempeña un papel fundamental: difunde la idea de que el mal puede ser vencido no sólo por la gracia, sino también por la inteligencia cotidiana, por la picardía popular, por un sentido del humor que desarma las amenazas. Ese diablo, expulsado mediante un gesto teatral o ridiculizado ante una multitud que ríe, prepara el terreno para la tradición satírica de los siglos siguientes, en la que el demonio se convertirá en un instrumento crítico, un espejo grotesco que devuelve los defectos de la sociedad.
Los pactos diabólicos: una nueva relación con el mal
A partir del siglo XII, se produce una profunda evolución en la manera de concebir el mal: el diablo deja de ser solamente un perseguidor o un seductor; se convierte en contratante. La idea de que un hombre pueda vender su alma todavía no es frecuente, pero se cristaliza poco a poco y acaba convirtiéndose en uno de los motivos más poderosos de la literatura medieval. A partir de ahora, Satanás ya no arranca las almas sólo por engaño: las adquiere por acuerdo mutuo, como un comerciante que trata de igual a igual con los seres humanos.

Las motivaciones de estos pactos varían según los relatos, pero responden todas a un mismo esquema: el hombre quiere obtener lo que la sociedad o Dios le niegan. Algunos buscan riqueza, otros poder, conocimiento prohibido o un amor imposible. El diablo se convierte entonces en el intermediario entre el deseo frustrado y su realización. Promete mucho y obtiene a cambio el alma, que le es entregada como una firma. Este giro es importante: el mal deja de ser sólo sufrido, se elige, se negocia, se acepta conscientemente a cambio de una ventaja inmediata. El diablo ya no es sólo enemigo o burlón: se convierte en socio.
La leyenda de Teófilo de Adana ofrece el ejemplo más célebre de esta nueva relación. Teófilo, un clérigo desesperado por haber perdido su cargo, concluye un pacto con el diablo para recuperarlo. El contrato se escribe, se sella y se conserva como prueba. Esta historia, ampliamente difundida a lo largo de la Edad Media, sienta ya las bases del futuro mito de Fausto: un hombre dispuesto a renunciar a su salvación para conquistar un fragmento de poder en este mundo. Muestra también la fascinación creciente por un diablo legalista, casi burocrático, que actúa no por violencia, sino conforme a las formas de un acuerdo formal.
A través de estos relatos, el mal se racionaliza. Deja de ser un acontecimiento imprevisible o un accidente espiritual. Se convierte en una elección, un compromiso, un contrato. Ya no se sufre simplemente: se acepta. Este desplazamiento prepara la modernidad, en la que el diablo será muy a menudo la figura del precio a pagar por una ambición desmesurada.
El diablo entre los siglos XIII y XV: auge de la demonología y terrores medievales
A partir del siglo XIII, Europa entra en una zona de turbulencias históricas que va a transformar profundamente su relación con el mal. El diablo, hasta entonces figura importante pero aún relativamente secundaria en la cultura cristiana, se convierte poco a poco en un personaje obsesivo, omnipresente, inquietante, casi palpable. Esta metamorfosis no es fruto de un solo acontecimiento, sino el resultado de una rara convergencia: ascenso del pensamiento escolástico, mutaciones sociales profundas, hundimiento demográfico, angustias colectivas y, sobre todo, una nueva sed de ordenar intelectualmente aquello que se escapa al dominio humano.
El mundo cambia. Se fragiliza. Y en este mundo en crisis, el diablo cambia también.

Juicio Final: detalle del Infierno. Condenados torturados por demonios. Fra Angelico (hacia 1387-1455)
La escolástica: el diablo se convierte en objeto de ciencia
El auge de las universidades, en el siglo XIII, da nacimiento a una nueva manera de reflexionar sobre lo sobrenatural. Los teólogos ya no se contentan con comentar la Escritura o repetir las enseñanzas de los Padres de la Iglesia: construyen, mediante un razonamiento riguroso, un sistema coherente del mundo invisible. Los demonios encuentran naturalmente en él un lugar central.
Tomás de Aquino, figura mayor de este siglo, desempeña un papel decisivo. Su visión del mal no es mítica: es racional. Para él, el demonio no es una criatura confusa, sino un ser espiritual preciso, dotado de una naturaleza definida, una historia, una psicología y un modo de acción. Esta precisión intelectual es nueva. Tomás describe al demonio como un ángel caído cuya naturaleza angélica subsiste a pesar de la corrupción de su voluntad. Sigue siendo un espíritu de gran inteligencia, infinitamente superior a las facultades humanas; pero esa inteligencia está orientada definitivamente hacia el mal.

El Infierno, panel derecho del Tríptico de la Vanidad Terrenal y la Salvación Divina, hacia 1485
Así, el diablo adquiere un estatuto paradójico: criatura brillante pero pervertida, impotente frente a Dios pero temible para los hombres; limitada en su poder pero peligrosa en su influencia; privada de la gracia pero dotada de un conocimiento agudo de las debilidades humanas. Este análisis teológico le confiere una nueva profundidad psicológica. El demonio ya no es únicamente un monstruo que grita surgido del infierno: se convierte en una entidad sutil, capaz de persuasión, ilusión y manipulación racional.
La escolástica, al sistematizar los modos de acción del diablo, le ofrece una forma de visibilidad intelectual. Se discute su naturaleza, su jerarquía, sus capacidades, sus límites. Las universidades se convierten casi en laboratorios donde se examina al demonio como un fenómeno espiritual. Este momento puede considerarse como el nacimiento de una demonología en sentido estricto: un conjunto estructurado de saberes, articulados y argumentados, destinado a comprender cómo actúa el mal en el mundo.
Esta «racionalización del diablo» tendrá un impacto profundo: otorgará legitimidad erudita a los miedos populares y, a la inversa, dará a la cultura común una consistencia intelectual para lo que hasta entonces no era más que un imaginario difuso.

Maestro de Avicena, Paraíso e Infierno, hacia 1435.
Un continente golpeado: miedo, desorden y búsqueda de explicación
Pero el auge del interés demonológico no es únicamente fruto de las universidades. El mundo exterior también se transforma bruscamente. El siglo XIII ve afirmarse tensiones gigantescas: expansión de los reinos, guerras feudales, cruzadas, pero también intercambios culturales y auge de las ciudades. En cambio, el siglo siguiente se hunde en las tinieblas: el siglo XIV es un siglo de catástrofes.
Las hambrunas sucesivas matan de hambre los campos. Las guerras se extienden y se prolongan. Luego sobreviene la peste negra en 1347. En pocos años, Europa pierde cerca de un tercio de su población. Ciudades enteras se vacían, pueblos desaparecen, los cadáveres se amontonan por falta de sepultureros. La muerte se vuelve omnipresente, absurda, salvaje, sin explicación clara.
Ante esta devastación, el pensamiento medieval busca un sentido. Las calamidades no pueden ser fruto del azar: debe haber una voluntad, una causa, un agente. La peste, incomprensible, se presta a todas las interpretaciones. En una sociedad profundamente religiosa, una catástrofe tan monstruosa sólo puede deberse a un combate espiritual. El diablo se convierte entonces en un actor cómodo, casi necesario, para explicar fenómenos que rebasan la experiencia humana.
Los grupos marginados se convierten en sospechosos naturales. Rumores acusan a ciertas minorías religiosas de haber envenenado los pozos bajo la influencia del diablo. Los disidentes religiosos, como los cátaros supervivientes o ciertos movimientos místicos, se asimilan a sectas demoníacas. Los curanderos, las comadronas, las mujeres aisladas son rápidamente sospechosas de mantener relaciones ocultas con potencias malignas. En una sociedad desestabilizada, el diablo se convierte en el cemento del imaginario social: se ve su mano por todas partes, se le acusa, se le considera el ingeniero secreto de todos los sufrimientos.
Estos procesos de designación de enemigos invisibles y de búsqueda de culpables abren la vía a la gran empresa represiva que serán, en los siglos XV y XVI, las cazas de brujas. Incluso antes de estas cazas, el siglo XIV establece un modo de pensamiento: el mal no es sólo moral, está organizado; actúa por medio de aliados humanos; conspira contra la sociedad cristiana. Europa inventa así, progresivamente, no sólo al diablo, sino también su complot.
El arte gótico tardío: el diablo se convierte en espectáculo
En este clima de miedo, angustia y obsesión, el arte medieval se transforma asimismo para dar forma visible a los terrores colectivos. Con el gótico tardío, el diablo adquiere nuevas proporciones. El imaginario se vuelve más sombrío, más violento, más exuberante. Los artistas adoptan una estética del exceso: exceso de formas, exceso de colores, exceso de movimiento.

Canavesio, El diablo y el ahorcado. Fresco de 1492
Los demonios esculpidos y pintados ya no son criaturas vagamente animales; se convierten en composiciones híbridas, hechas de ensamblajes casi monstruosos. Un mismo demonio puede mostrar varios rostros, como si su identidad fracturada delatara una naturaleza interior caótica. Otros poseen varios brazos, varias bocas, varias alas. La multiplicación de miembros, lejos de ser un simple efecto gráfico, traduce la idea de que el mal se dispersa, se fragmenta, ya no conoce la unidad. Allí donde Dios es perfectamente uno, el diablo es plural, inestable, desgarrado.
Los colores también adoptan una fuerza simbólica nueva. Los verdes enfermizos evocan la podredumbre moral, los amarillos sulfurosos la corrupción, los negros profundos la ausencia de luz, los rojos flamígeros las llamas infernales. El infierno medieval se parece menos a una gruta que a una inmensa maquinaria, donde los demonios se convierten en operarios de una crueldad inagotable. Devoran, arrancan, trituran, estiran, tuercen los cuerpos. Los condenados, por su parte, son sometidos a suplicios ingeniosos, a veces grotescos, a veces atroces, siempre espectaculares.
Estas imágenes no buscan únicamente suscitar miedo: pretenden hacer visible lo invisible. Los artistas dan a los fieles la posibilidad de contemplar cómo sería un mundo totalmente privado de Dios. El infierno se convierte en un espejo invertido del paraíso, un reino donde todo está deformado: los gestos, las reglas, las jerarquías, hasta la propia noción de humanidad.
El diablo, en el corazón de este teatro macabro, ocupa un lugar soberano. Ya no es el agente aislado de una tentación individual, sino el señor de un imperio del caos. Dirige sus legiones, organiza sus tormentos, reina sobre los condenados como un monarca desfigurado. Esta imagen del diablo-rey se impondrá de forma duradera en el imaginario europeo.
un diablo total
Entre los siglos XIII y XV, la figura del diablo alcanza una complejidad nueva. Ya no es sólo un tentador; se convierte en un sistema. Ya no es una figura marginal; se convierte en el centro de una cosmología. La teología, el arte, la vida cotidiana y las crisis históricas convergen para conferirle una densidad psicológica, social y visual que no existía antes.
El diablo medieval tardío es a la vez un espíritu brillante, un conspirador, un corruptor, un monarca infernal y una proyección de las angustias humanas. Es respuesta al desorden del mundo y advertencia moral; figura estudiada en las universidades y bestia fantaseada en las aldeas; tema artístico de una riqueza inédita y actor de terrores reales.

Michael Pacher, Retablo de los Padres de la Iglesia (detalle), 1483. Múnich, Alemania.
Esta mezcla de racionalidad, simbolismo, miedo y fascinación constituye uno de los periodos más fecundos de la historia del mal en Occidente, y prepara la explosión aún más violenta de los siglos siguientes, cuando el diablo se convertirá en la piedra angular de las cazas de brujas.
El diablo del Codex Gigas: una aparición única en el arte medieval
En el corazón del Codex Gigas, inmenso manuscrito del siglo XIII a menudo apodado la «Biblia del Diablo», se encuentra una de las representaciones más sobrecogedoras y misteriosas del demonio de toda la historia del arte medieval. Esta imagen, que ocupa una página entera, se separa por completo de todas las tradiciones iconográficas contemporáneas. No se parece ni a los diablos grotescos de los márgenes góticos, ni a los monstruos compuestos de los tímpanos románicos, ni a los demonios retorcidos del infierno. Es otra cosa: una aparición cruda, aislada, monumental, casi aplastante.
Lo que llama la atención de inmediato es el aislamiento del personaje. El diablo no está rodeado de almas condenadas, ni de torturas, ni de llamas. Se mantiene solo, encerrado en una especie de hornacina arquitectónica que evoca tanto un marco sagrado como una jaula. Es un espacio vacío, sin decorado, sin relato, sin distracción: todo está hecho para concentrar la atención en la figura única del demonio. En este aislamiento visual, el diablo adquiere una presencia casi física, como un ser que irrumpe ante el lector, no como actor de un drama, sino como entidad absoluta.

El aspecto físico de esta figura también es notable. El diablo del Codex Gigas se representa de forma maciza, rechoncha, con un cuerpo de proporciones humanas pero exageradas, cubierto de un pelaje oscuro. Su piel presenta un aspecto animalizado, casi bestial, que evoca más a una criatura subterránea que a un ángel caído. Sus garras, poderosas, se representan con una precisión poco habitual en un manuscrito, como si el copista hubiera querido insistir en la naturaleza depredadora de la criatura. La lengua roja, larga, serpentina, parece brotar de su boca con una vitalidad inquietante. En cuanto al rostro, es frontal, fijo, con dos ojos muy abiertos que otorgan al demonio una expresión a la vez atenta e implacable.
Esta frontalidad es excepcional. Mientras que la mayoría de las representaciones medievales de Satanás lo muestran en acción —atormentando, tentando, juzgando u orquestando a los condenados—, el diablo del Codex Gigas mira directamente al lector. No participa en ninguna escena: se presenta como presencia. Está ahí, frente a ti, sin mediación, sin relato, sin justificación. No hace nada: es.
Esta simple existencia, impuesta por una página entera del manuscrito, confiere al demonio una autoridad silenciosa, casi intimidante.

La dimensión más intrigante de esta imagen reside quizá en su relación con el resto del libro. Enfrente de esta página dominada por el diablo se encuentra una representación de la Ciudad Celestial. El contraste es total: de un lado, lo oscuro, lo macizo, el infierno evocado sólo por la criatura; del otro, el orden luminoso, geométrico, puro. El manuscrito no sólo opone el bien y el mal: los confronta, como dos polos de un mismo mundo, dos opciones, dos caminos. El lector, al hojear estas páginas, se sumerge literalmente en esta confrontación simbólica.
Se ignora por qué el copista —probablemente un monje benedictino— eligió consagrar una página entera al diablo y, sobre todo, por qué lo representó con una monumentalidad tan cruda. Esta ausencia de explicación histórica ha alimentado, durante siglos, las leyendas: se cuenta que el manuscrito habría sido realizado en una sola noche gracias a la ayuda del propio diablo, que la imagen sería una especie de firma demoníaca o incluso una pactización simbólica. Estos relatos pertenecen, por supuesto, a la mitología popular. Pero dan testimonio del poder de fascinación de esta imagen: parece demasiado fuerte, demasiado perturbadora para ser meramente decorativa.
En la historia del arte medieval, la representación del diablo en el Codex Gigas ocupa un lugar único. No sólo es una de las imágenes del demonio más grandes jamás pintadas en un manuscrito, sino también una de las más desnudas, directas y misteriosas. No cuenta nada, no demuestra nada: sitúa al lector en presencia directa del mal, como en un cara a cara.
Es esta frontalidad, esta soledad, esta monumentalidad lo que la convierte en una de las iconas más obsesivas de toda la historia del diablo. Aún hoy, pese a miles de análisis, la imagen conserva una fuerza intacta: se ve en ella menos una ilustración que una aparición que interrumpe el texto, una irrupción de la sombra en la claridad de las páginas. Quizá por eso el Codex Gigas se ha convertido en el «libro del diablo»: no por su contenido, sino por esta imagen única, que parece mirar al lector más que ser mirada.
Renacimiento y Barroco: un diablo más sutil, más psicológico, pero también más teatral
Con el Renacimiento, el diablo entra en una nueva era. Los siglos medievales habían construido de él una imagen compuesta: soberano de un reino grotesco, señor de legiones deformes, tentador paciente, espíritu astuto, pero a menudo contenido en la rigidez doctrinal. A partir del siglo XV, sin embargo, esta figura se metamorfosea profundamente. El mundo cambia, las mentalidades se desplazan, el humanismo impregna el pensamiento, y el diablo se transforma a imagen de las nuevas preocupaciones. Menos monstruoso, menos estridente, se convierte en una presencia interior, más sutil, más intelectual, pero a veces también más seductora y más peligrosa, precisamente porque se acerca a las aspiraciones humanas.
El Renacimiento sitúa al hombre en el centro del cosmos. Valora la razón, la belleza, la libertad, la ambición individual. Otorga una nueva dignidad a las facultades humanas y abre la puerta a una confianza inédita en la capacidad del hombre para actuar sobre su propio destino. Este desplazamiento transforma la manera de entender el mal. La tentación ya no es sólo una agresión exterior; se convierte en un diálogo, en un cara a cara entre dos libertades: la de Dios y la del hombre. En este contexto, el diablo pierde progresivamente sus rasgos más grotescos. Su apariencia se alisa, se refina, se pule. Aparece a veces bajo los rasgos de un cortesano sombrío pero elegante, de un diplomático sutil, de un compañero de conversación brillante e inquietante. Deja de ser el Otro absoluto: se convierte en un alter ego invertido, un doble posible del hombre, que ya no encarna tanto el terror primario como la fascinación.
Esta humanización del diablo refuerza la idea de que el mal no siempre es identificable por la apariencia. El Renacimiento, apasionado por la psicología, la ambigüedad, la profundidad interior, prefiere un diablo capaz de seducir por las mismas cualidades que los hombres admiran: inteligencia, ingenio, saber, dominio de sí. Los artistas y escritores descubren que el mal puede esconderse en la propia belleza, en la curva perfecta del cuerpo de un ángel caído o en los argumentos sutiles de un interlocutor demasiado encantador. El diablo se convierte en un espejo en el que el hombre ve sus propios deseos desmesurados, sus sueños de grandeza, su voluntad de sobrepasar los límites fijados por Dios.
Una de las grandes revoluciones de este periodo reside en el hecho de que Satanás ya no aparece sólo como corruptor, sino como revelador. Saca a la luz lo que el hombre quiere realmente, a veces en secreto.

Daga ritual satánica con figura del diablo
El diablo tentador: un personaje seductor e inquietante
En esta época, la tentación diabólica cambia de naturaleza. Ya no es un ataque brutal, como en los frescos románicos, sino una propuesta, una conversación, un trato. El diablo se convierte en portavoz de una libertad ilimitada: muestra lo que podría hacerse si el hombre ya no estuviera encerrado en las trabas morales, sociales o religiosas. Encarna la transgresión, no ya como simple falta o locura, sino como experiencia interior. Se convierte también en figura del deseo carnal, no sólo por lubricidad, sino por exaltación del cuerpo, por glorificación de las pasiones humanas. A su manera, el diablo renacentista lleva en sí una parte de la nueva filosofía: aquella que ve en el ser humano una criatura capaz de grandeza, capaz de superarse, pero también susceptible de caer precisamente a causa de esa aspiración.
En los retratos literarios de la época, el diablo se convierte a veces en un personaje de una elegancia sorprendente. Habla bien, conoce a los hombres, sabe manejar la ironía y la sonrisa. Ya no es sólo el espíritu del mal: se convierte en el espíritu del mundo, el soplo de las ambiciones secretas, aquel que promete lo que la Iglesia juzga imposible o peligroso. Así, en lugar de ser rechazado de un vistazo, se convierte en un interlocutor al que se puede escuchar —y ahí reside su principal peligro.
El mito de Fausto: la tentación como búsqueda de superación
Este desplazamiento encuentra su forma más perfecta en la leyenda de Fausto, uno de los puntos culminantes de la cultura del siglo XVI. Figura inicialmente oscura de sabio insatisfecho, Fausto se convierte, gracias a la literatura alemana, en el ejemplo paradigmático del hombre que pacta con el diablo no por debilidad, sino por ambición. No busca oro, ni poder político, ni sólo placeres carnales: busca el conocimiento, la comprensión última del mundo, el acceso a los secretos de la naturaleza. Quiere superar su condición humana.
Mefistófeles, en este relato, ya no es el monstruo gesticulante de la Edad Media. Es un espíritu irónico, culto, estratega, a veces incluso melancólico. Guía a Fausto con una paciencia casi amistosa, y sin embargo perfectamente calculada. Su tentación no tiene nada de vulgar: consiste en ofrecer al hombre aquello que más desea: la libertad, el dominio, la experiencia total.

CANDELABROS EL DIABLO Y LA BRUJA
En el mito de Fausto, el diablo desempeña un papel sin precedentes: se convierte en el agente de un saber peligroso. Ya no es la magia lo que conduce a la condenación, sino el exceso de conocimiento. Ya no solo la lujuria, sino el orgullo intelectual. Fausto no cae porque se entregue a sus pasiones, sino porque quiere comprender lo que supera los límites de la condición humana.
Así, el mito de Fausto introduce una responsabilidad nueva: el hombre ya no es víctima del diablo; se convierte en su socio. El mal ya no es únicamente exterior; nace de una elección. El diablo deja de ser un verdugo; se convierte en un interlocutor. Y el hombre, mediante esta elección, se vuelve el arquitecto de su propia caída. Esta visión funda una nueva modernidad de la tentación: ya no es una prueba impuesta, sino una decisión asumida.
Los pintores del Renacimiento: exuberancia simbólica y sutilezas visuales
La imagen del diablo evoluciona también en la pintura. En su universo alucinado, Jerónimo Bosch crea un bestiario infernal de una densidad sin precedentes. El mal no es una fuerza única, sino una multitud orgánica, un conjunto de pequeñas criaturas híbridas, grotescas, inquietantes o cómicas. Sus diablos no solo son amenazantes: son desconcertantes, a veces minúsculos, a veces ridículos, a veces fascinantes. El espectador comprende entonces que el mal no siempre es enorme y espectacular: puede ser discreto, insinuante, abundante, casi banal. Bosch convierte al diablo en un fenómeno cotidiano, frágil, plural, que se infiltra en los gestos más simples.
Brueghel, heredero de esta vena imaginativa, también puebla sus lienzos con seres extraños, grotescos o mezclados: peces voladores, insectos gigantes, animales con miembros humanos. En él, el miedo se mezcla con la sátira; el mal adopta la forma de pequeñas absurdidades visuales que denuncian, en realidad, los defectos humanos.
Grünewald, por su parte, ofrece en su Retablo de Isenheim una de las visiones más aterradoras del demonio. Aquí, el mal ya no es una broma: es una fuerza palpable, casi física, hecha de deformaciones anatómicas, colores delirantes y convulsiones. Su diablo es una llaga viva, una pesadilla encarnada. A través de estas representaciones tan distintas, el Renacimiento propone una gama completa de diablos, desde los más sutiles hasta los más monstruosos, desde los más seductores hasta los más repulsivos.
El Barroco: el teatro del mal y la belleza de la caída
El siglo XVII abre una nueva etapa: el Barroco. Es un siglo de contrastes violentos, tensiones religiosas, guerras, pero también de una creatividad artística deslumbrante. En este contexto, el diablo se convierte en un personaje teatral. Su imagen se dramatiza. Se le ve en movimiento, en caídas espectaculares, en combates celestiales donde los cuerpos angélicos se precipitan en las tinieblas.
A los pintores barrocos les gusta representar la caída de los ángeles rebeldes: cuerpos de una belleza perfecta, inspirados en la estatuaria antigua, arrastrados en un torbellino de luz y sombra. El mal adquiere entonces una nueva grandeza estética. Ya no se busca asustar mediante la deformidad, sino conmover mediante la majestad perdida. El diablo barroco es a menudo un ángel caído, espléndido pero condenado, noble en su derrota, sublime en su condenación.
Esta visión crea una tensión nueva: el mal no solo asusta, también fascina. El diablo se vuelve dramático, casi trágico, y el espectador siente a veces una admiración involuntaria ante el brillo de los que caen.
un diablo de deseo y ambigüedad
Así, entre el Renacimiento y el Barroco, la figura del diablo experimenta una mutación esencial. Deja de ser únicamente el enemigo de Dios; se convierte en el reflejo del hombre. Acompaña las ambiciones humanas, adopta sus fallas, explora los rincones secretos de la psicología. Encama lo que el hombre quiere ser, lo que desearía atreverse a hacer, lo que sueña en el silencio de su conciencia.
El diablo se convierte entonces menos en una criatura infernal que en una metáfora de la libertad humana —libertad sublime o peligrosa, según la elección que haga el hombre.
El diablo en la era de los juicios de brujería: miedo colectivo y fascinación
Entre los siglos XVI y XVII, Europa atraviesa uno de los periodos más oscuros y obsesionados de su historia. Ya no es simplemente el diablo de los teólogos, ni el de los tímpanos románicos o de las visiones medievales. Es un diablo encarnado, omnipresente, incrustado en el tejido social, que surge en los campos, detrás de las puertas de las casas, en los establos, en las miradas de los vecinos. El mal ya no es un concepto: es una sospecha. Una amenaza íntima. Una obsesión colectiva.

grabado del siglo XVIII, aquelarre de brujos
La sociedad de la época está atravesada por miedos profundos: miedo a la enfermedad, miedo a la guerra, miedo a los cambios económicos, miedo a la marginalidad, miedo a lo femenino y a su poder misterioso, miedo a la naturaleza que escapa al control. El diablo se convierte entonces en el lenguaje común que permite explicar lo inexplicable, dar forma a angustias difusas y designar culpables visibles para males invisibles.
Este periodo ve el auge de los grandes juicios de brujería. Contrariamente a la idea común, la caza de brujas no es un legado directo de la Edad Media: pertenece a la modernidad naciente. Es hija de la imprenta, del Estado centralizado, de las primeras burocracias judiciales y de las reformas religiosas. Y se alimenta de un imaginario del diablo de una intensidad inédita.
El Malleus Maleficarum: nacimiento de un manual de terror
En 1486 aparece una obra que se convertirá en el eje de varios siglos de persecuciones: el Malleus Maleficarum de Kramer y Sprenger. Este libro, que se presenta como un tratado teológico y jurídico, es en realidad una obra de extrema violencia, concebida para convencer a las autoridades civiles y religiosas de que las brujas son una amenaza inminente para el orden social y deben ser exterminadas metódicamente.

El Malleus se distingue ante todo por su ambición: no se limita a describir lo que serían las brujas; teoriza su existencia, su organización, su malicia, sus supuestos poderes y su relación íntima con el diablo. Propone un sistema lógico, casi mecánico, en el que cada gesto humano puede volverse sospechoso y cada acontecimiento puede interpretarse como un acto diabólico.
En esta obra, el diablo ya no es un tentador aislado: aparece como el jefe de una vasta conspiración contra la cristiandad. Se le ve rondar por la noche, seducir a mujeres, pactar con ellas, enseñarles ritos blasfemos y prácticas mágicas. Se le representa como el enemigo absoluto del orden social, económico, moral y religioso.
El Malleus refuerza además una idea peligrosa, profundamente arraigada en la mentalidad de la época: la de la vulnerabilidad femenina. Los autores insisten pesadamente en la supuesta “debilidad” de las mujeres, su pretendida emotividad, su inestabilidad y su sensualidad incontrolada. Bajo la pluma de Kramer y Sprenger, la mujer se vuelve naturalmente sospechosa, casi predestinada a la seducción diabólica. Esta misoginia sistemática justificará miles de juicios en los que las acusadas eran condenadas antes incluso de ser escuchadas.
La iconografía del aquelarre diabólico explota entonces: vuelos nocturnos a horcajadas sobre animales, besos obscenos en las “posaderas” del diablo, banquetes repugnantes, ceremonias invertidas, inversión de los sacramentos. La bruja se convierte en la sacerdotisa del caos y el diablo en su amante nocturno.
Esta visión se difunde como un reguero de pólvora, impregnando los tribunales, los sermones, los panfletos y las creencias populares. El diablo del Malleus es cartografiado, analizado y racionalizado meticulosamente. Se convierte casi en un personaje administrativo: aquel a quien la justicia debe perseguir persiguiendo a quienes, supuestamente, le están sometidos.
La bruja: el rostro humano del diablo en el campo
En las aldeas europeas, la figura de la bruja se convierte en el símbolo humano del mal. Cristaliza siglos de miedos, tabúes, celos y tensiones. La bruja no es solo una mujer acusada: es un papel social, un estereotipo, casi un arquetipo dramático sobre el cual las comunidades proyectan sus conflictos internos.
En las pequeñas comunidades rurales, todo es cuestión de un equilibrio frágil: una cosecha perdida, una vaca enferma, un niño fallecido pueden bastar para conmocionar a la comunidad. Hay que encontrar un responsable. La bruja, a menudo una mujer marginal, anciana, viuda, aislada, curandera tradicional o simplemente diferente, se convierte en esta figura conveniente. Sobre ella recaen las desconfianzas acumuladas, los resentimientos y las tensiones económicas.

grabado del siglo XVIII, llegada al aquelarre
La sexualidad femenina, durante mucho tiempo percibida como misteriosa o peligrosa, se asocia regularmente con el diablo. El imaginario masculino de la época teme la autonomía del cuerpo femenino, su poder reproductivo, su opacidad. Así, la bruja se convierte en el lugar donde se entrelazan los miedos a la fertilidad y los miedos a la destrucción, como si la misma fuerza pudiera dar la vida y quitarla.
Los demonios, en este contexto, adoptan formas familiares. Se convierten en gatos negros, machos cabríos, sapos, cuervos: siluetas cotidianas que, de repente, adquieren un significado inquietante. El diablo se vuelve discreto, escondido en los animales que rodean a las brujas. Las fronteras entre naturaleza y sobrenatural se difuminan. El mal se convierte en un vecindario.
Así, el diablo ya no está solo en los libros de los teólogos: vive en los establos, en los jardines, en los graneros, en los gestos ordinarios. Se convierte en una presencia difusa, un soplo detrás de cada desgracia, una explicación inmediata para los accidentes de la vida.
Este desplazamiento es fundamental: el diablo ya no es una abstracción. Se convierte en un pretexto para perseguir. Se convierte en un arma.

grabado del siglo XVIII, preparación para el aquelarre de las brujas
El diablo en las artes, la literatura y los panfletos del siglo XVII
El siglo XVII ve el imaginario del diablo alcanzar una intensidad casi histérica. Quizás nunca el diablo haya sido tan representado, descrito y fantaseado. Europa imprime, imagina, pinta, esculpe, narra y dramatiza el mal con una inventiva desmesurada.
Los grabados circulan tanto en las ciudades como en el campo: aquelarres endiablados, escenas de partos monstruosos, pactos firmados con sangre, metamorfosis animales, exorcismos teatrales. Los artistas oscilan entre el horror más grotesco y la sátira más mordaz. Algunas imágenes inspiran pesadillas: demonios cornudos, brujas desnudas volando a la luz de la luna, multitudes de espíritus hinchados agolpándose alrededor de un caldero. Otras adoptan un tono casi cómico: diablos ridículos, aquelarres improbables, bufonadas infernales.

El diablo obliga a sus invocadores a concluir un pacto — extracto del Compendium Maleficarum de Francesco María Guazzo (1608).
En los sermones, el diablo se convierte en un personaje omnipresente. Los predicadores lo describen con una precisión casi clínica: su olor, sus artimañas, sus promesas, su organización militar. Se relatan sus apariciones, sus firmas, sus mentiras. El diablo del siglo XVII es un maestro del engaño: se esconde en los detalles, en los gestos, en las palabras, en la vida cotidiana.
Las obras de teatro, a veces clandestinas, también explotan esta fascinación. El diablo aparece a menudo como un perturbador del orden social, un agente del caos, un personaje burlón pero peligroso. Los panfletos, por su parte, circulan abundantemente, alimentando los miedos, inventando aquelarres completos, acusando a individuos, describiendo complots demoníacos imaginarios.
Así, en el siglo XVII, el diablo está en todas partes: en el arte, en los rumores, en los tribunales, en los sermones, en las veladas de invierno. Estructura el imaginario colectivo. Se convierte en una obsesión, en un punto fijo alrededor del cual giran las angustias de la época.

cabeza de diablo del siglo XVII
un diablo social, político e íntimo
La época de los juicios por brujería marca uno de los momentos en que la figura del diablo tuvo consecuencias más devastadoras. Ya no se trata únicamente de una representación: se trata de vidas humanas destruidas. El diablo se convierte en un instrumento de control, un pretexto para la represión, una clave para comprender las tensiones sociales, un espejo deformante de la sexualidad, de la pobreza y del miedo al otro.
En los siglos XVI y XVII, el diablo deja de ser una criatura teológica. Se convierte en un actor político, psicológico y social.
Un depredador imaginado, pero con un impacto muy real.
Un personaje invisible cuya sombra fue suficiente para incendiar Europa.
El diablo en la era de la Ilustración: razón, sátira y desacralización
Con el siglo XVIII, el diablo se enfrenta a un adversario inesperado: la razón. Mientras que los siglos precedentes habían alimentado una auténtica obsesión demonológica, la Ilustración emprende la tarea de desmontar las creencias antiguas. Los filósofos desafían las supersticiones y denuncian la credulidad heredada de la Edad Media. Se niegan a ver en los fenómenos naturales intervenciones diabólicas y ridiculizan los juicios de brujería, esos episodios crueles en los que inocentes fueron condenados basándose en ficciones teológicas o en miedos colectivos.

Francisco de Goya y Lucientes, San Francisco de Borja asistiendo a un moribundo impenitente, 1787–1788. Catedral de Valencia, España.
Voltaire, especialmente, convierte al diablo en un blanco privilegiado. Para él, la figura de Satán se vuelve un instrumento retórico útil para criticar el oscurantismo, los abusos de autoridad o la credulidad popular. Este diablo voltairiano ya no tiene nada del monstruo medieval; no es más que una sombra grotesca, una construcción ingenua de sociedades dominadas por el miedo. Los escritores satíricos lo adoptan con entusiasmo y lo transforman en un personaje torpe, ridículo, a veces incluso lamentable. Pierde así toda profundidad metafísica y se convierte en una herramienta de análisis social. La demonología, antaño una disciplina seria, cae en el terreno de lo burlesco.
Esta transformación también se manifiesta en las artes escénicas. En los cuentos, las óperas cómicas o los teatros de feria, el diablo desciende del trono infernal en el que lo habían colocado los siglos medievales y se convierte en un personaje secundario: a menudo canta, baila, habla sin parar y es incapaz de llevar a cabo sus intrigas. Aparece como un seductor desafortunado, un espíritu malicioso pero inofensivo, casi enternecedor. Su decadencia iconográfica es total: donde antes aterrorizaba a multitudes enteras, ahora entretiene los salones.
Bajo la influencia de la Ilustración, el diablo pierde su poder real. Se convierte en una figura abstracta, más un símbolo literario que un ser amenazador. Se lo invoca para hacer reír, denunciar o caricaturizar; ya no se le teme. Esta desacralización anuncia la modernidad: el infierno deja de ser un lugar para convertirse en un mito; el diablo deja de ser un adversario cósmico para convertirse en un personaje cultural.

Candelabro que representa al diablo en relics.es
El Romanticismo y el siglo XIX: Lucifer, héroe trágico y símbolo de rebelión
Sin embargo, el diablo aún no ha dicho su última palabra. En el siglo XIX, mientras el racionalismo triunfa, surge otra corriente, casi como reacción a esa frialdad intelectual: el Romanticismo. Los escritores, poetas y artistas románticos devuelven al diablo una dimensión profunda, pero lo transforman radicalmente. Ya no es la criatura bestial de la Edad Media ni el títere cómico de la Ilustración: se convierte en un símbolo de rebelión, en un personaje trágico, a veces incluso en un héroe.
Los románticos ven en Lucifer la imagen perfecta del individuo que se niega a someterse. Se convierte en el defensor de la libertad absoluta, aquel que prefiere la condenación a la obediencia, aquel que se atreve a decir “no” al poder divino. En Byron, Shelley o en el Fausto de Goethe, el diablo aparece como un interlocutor brillante, escéptico, irónico, pero también melancólico. Ya no representa un mal bruto, sino un estado de conciencia: la duda, la lucidez cruel, el sufrimiento de quien sabe que está condenado y aun así continúa.
Milton, en El Paraíso Perdido, ofrece al diablo una de sus más altas encarnaciones literarias. Lucifer se convierte allí en un ángel magnífico, caído pero espléndido, cuya rebelión resuena con grandeza trágica. Esta imagen marcará profundamente la cultura occidental. El diablo romántico deja de ser el enemigo del hombre: a veces es su reflejo más heroico, más apasionado y más conmovedor.
La pintura del siglo XIX adopta plenamente esta nueva visión. Delacroix, Moreau y Rops otorgan al diablo formas más psicológicas que teológicas. Ya no es solo una figura infernal, sino la encarnación visible de la tentación interior, del deseo, del desasosiego, del vértigo. Aparece como un ser seductor —a veces andrógino, a veces luminoso, a veces sombrío— pero siempre cargado de una intensidad emocional que supera los límites del dogma. Esta perspectiva convierte al diablo en un símbolo del alma humana misma, de su dualidad, de su deseo de escapar a las normas, de su gusto por los extremos.
En la literatura, la figura se vuelve aún más compleja. Dostoievski, en Los Hermanos Karamázov, imagina un diablo envejecido, que habla con cansancio, reflejo de las angustias y contradicciones del protagonista. Baudelaire, en Las Flores del Mal, transforma a Satán en un perfume, en una atmósfera, en una inclinación, en una tentación interior; el diablo se vuelve estético, un vértigo, una forma de percibir el mundo. Quizá nunca estuvo tan íntimamente ligado a la psique humana.
El siglo XX: psicoanálisis, cine y explosión de imaginarios
En el siglo XX, las representaciones del diablo se multiplican y se diversifican radicalmente. El psicoanálisis lo transforma en símbolo del inconsciente. Freud ve en él la figura de los impulsos reprimidos, de los deseos prohibidos que vuelven para perseguir al sujeto. Jung, por su parte, lo convierte en la “sombra”, esa parte ignorada de nosotros mismos que contiene lo que nos negamos a reconocer. El diablo deja así de ser un adversario exterior: se convierte en un componente del alma humana. Ya no necesita tridentes ni alas; es nuestra culpa, nuestros miedos, nuestros traumas, nuestros impulsos más secretos.
El cine se apodera con entusiasmo de esta figura maleable. Lo convierte, alternativamente, en un monstruo aterrador, una presencia metafísica, un seductor carismático o un provocador cómico. En películas de terror como El Exorcista, La Profecía o El Bebé de Rosemary, el diablo vuelve a ser espantoso, encarnación de un mal que supera al ser humano. Pero Hollywood también le da rasgos seductores, como en Pactar con el Diablo, donde Al Pacino encarna a un Satán brillante, moderno, manipulador, maestro de las ilusiones contemporáneas. Otras producciones optan por ridiculizarlo: en comedias o dibujos animados, se vuelve un personaje estrafalario, un burócrata del infierno o un aficionado a las bromas. Esta pluralidad hace al diablo omnipresente: es capaz de todas las metamorfosis según las necesidades dramáticas o comerciales.
La música no se queda atrás. El blues, el rock y el metal utilizan la figura del diablo como símbolo de rebelión, transgresión o libertad. La leyenda de Robert Johnson vendiendo su alma en un cruce de caminos alimenta el imaginario musical del siglo XX. Las bandas de rock juegan con los códigos satánicos para provocar o afirmar una identidad rebelde. El diablo se convierte en un emblema, a veces provocador, a veces irónico, pero siempre cargado de una fuerte potencia simbólica.
En los cómics, los videojuegos y los mangas, Satán es, alternativamente, adorable, calculador, trágico, grotesco o sublime. Refleja los estilos gráficos y las sensibilidades de cada medio. Pierde su vínculo exclusivo con la religión para convertirse en un icono pop, un personaje más, a veces incluso simpático.
El diablo contemporáneo: una metáfora universal
Hoy en día, el diablo casi ya no se percibe como una figura religiosa. Se ha convertido en un símbolo, una herramienta, un lenguaje. Los artistas lo utilizan para denunciar la corrupción política, los excesos tecnológicos, la locura del poder, los mecanismos del capitalismo, la tentación de la deshumanización. Ya no es el enemigo de Dios: es la sombra proyectada del hombre moderno.
En la cultura actual puede ser irónico, cansado, abrumado, transformado en un director administrativo del infierno o en un antihéroe melancólico. Esta versión posmoderna del diablo muestra hasta qué punto ha cambiado lo sagrado: lo que antaño provocaba terror ahora divierte, y lo que hacía temblar a las multitudes sirve hoy de materia para el humor.
Pero detrás de estas variaciones infinitas se esconde una constante: el diablo sigue siendo un espejo. Refleja lo que las sociedades quieren criticar, lo que desean comprender, lo que se niegan a mirar directamente. Es la parte oscura de la libertad humana, la encarnación de nuestras contradicciones, el símbolo de esa tensión permanente entre lo que somos y lo que querríamos ser.
Conclusión: una figura dinámica, un revelador de la humanidad
Del siglo XVIII al XXI, el diablo atraviesa una auténtica metamorfosis. Pasa de ser una amenaza metafísica a convertirse en un símbolo cultural. Es criticado por la razón, sublimado por los románticos, diseccionado por los psicoanalistas, magnificado o ridiculizado por la cultura popular. En cada época cambia de máscara, de papel, de discurso.
Pero a lo largo de todas estas variaciones, una cosa permanece: el diablo nunca es una figura autónoma. Siempre está moldeado por las necesidades, los miedos, los sueños y los excesos de las sociedades humanas. Su extraordinaria plasticidad lo convierte en un testigo privilegiado de nuestra historia: ha sido monstruo, tentador, seductor, bufón, filósofo, revolucionario, icono o trauma.
En suma, la figura del diablo cuenta tanto sobre la evolución de las representaciones humanas como sobre la del propio mal. Y es precisamente porque cambia sin cesar que el diablo sigue siendo, todavía hoy, uno de los símbolos más poderosos, ambiguos y fascinantes de toda la cultura occidental.


Abre-cartas diablo del siglo XIX

Candelabro diablo con serpientes del siglo XIX

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